Nueva visita a La Mancha

Hace tres décadas, sumergí por primera vez mis ojos en las líneas impresas de «Don Quijote de la Mancha», esa obra inmortal de Miguel de Cervantes Saavedra. Era un joven entusiasta, devorando páginas sin la madurez para apreciar plenamente las capas de sátira, humanidad y la riqueza de personajes que Cervantes tejía con tal maestría. Hoy, después de treinta años, me aventuro nuevamente en el mundo manchego; y esta vez descubro que la segunda parte del Quijote, para mí, no solo supera a la primera, sino que redefine mi comprensión del texto, especialmente a través de la evolución de Sancho Panza.

No me malinterpreten, la primera parte tiene su encanto, introduciéndonos en ese mundo lleno de ideales quijotescos y realidades terrenales, pero hay algo en la continuación de esta epopeya que me ha hecho revaluar la genialidad de Cervantes, especialmente, como ya he dicho, en el desarrollo de uno de sus personajes más queridos: Sancho Panza.

¿Por qué la segunda parte se lleva mis aplausos o, por decirlo de otra manera, me hizo tan feliz? Antes que nada, la madurez con la que Cervantes desarrolla su narrativa en la segunda parte es extraordinaria. Aquí, los personajes ya establecidos evolucionan de maneras que reflejan un profundo entendimiento de la condición humana, y la trama se enriquece en ricas capas de metaficción y juegos narrativos que eran un hallazgo, un verdadero rasgo de genialidad cervantina para la época de su publicación.



Pero, si de celebrar se trata, Sancho Panza merece todos los laureles. En la primera parte, Sancho ya había robado el corazón del lector con su lealtad y su simplicidad, sin embargo, es en esta segunda entrega donde su figura se engrandece, convirtiéndose no solo en el fiel escudero de nuestro Caballero de la Triste Figura, sino en un personaje de profunda sabiduría popular y, por sobre todo, de humanidad. Sancho, con su ingenio natural, llega a ser tanto o más protagonista que el propio Quijote. Sus aventuras, su lógica a menudo terrenal frente a las idealistas aspiraciones de su señor, y su inesperada ascensión a la gobernación de una ínsula, nos presentan a un personaje redondo, complejo, y absolutamente encantador. Es este enriquecimiento del personaje lo que, a mi parecer, dota a la segunda parte de una riqueza y una profundidad que la primera parte solo anticipaba.

En esta revisita, la interacción entre Quijote y Sancho se vuelve aún más entrañable y fundamental. Cada diálogo, cada disputa, cada reflexión, nos sumerge más en su mundo, haciéndonos partícipes de una amistad que trasciende las páginas del libro para convertirse en un modelo de lealtad y respeto mutuo.

Retomar el Quijote fue redescubrir un universo que pensaba conocer; pero que, cosa que es habitual con las relecturas,  me recordó que las grandes obras siempre tienen nuevas historias que contarnos, aunque se oiga hablar de ellas a menudo, o las hayamos leído varias veces.

A raíz de estas ideas que fueron surgiendo después de la lectura, queda para otro momento un análisis (o un comienzo de análisis) de la importancia de los personajes secundarios en muchas grandes obras; pero vamos sin prisa, como Sancho nos enseñó a lo largo de esa segunda, magnífica, parte. Por ahora vamos a disfrutar de la tarde.

Apatía

Hoy es un día que, presumo, va a ser particularmente duro. Me siento presa de la más profunda apatía, del más profundo y visceral cansancio. Hablo de un cansancio metafísico, existencial, no solo físico. Solo quisiera irme a casa y no estar aquí, donde las horas son todas iguales en su llano vacío, en su insustancial presencia o paso.
Pienso en escribir sobre algo y todo me resulta vano, insustancial, absurdo. Es un pérfido círculo vicioso: mi apatía hace que vea todo como absurdo, y ver todo como absurdo acrecienta mi apatía. Los temas que más me gustan y sobre los que más he escrito aquí (poesía, literatura, arte, filosofía) los miro, en este momento, con profundo desdén, como si fuesen una pieza sin mayor sentido en este rompecabezas que es la realidad.
Pero veamos: la apatía se define como la falta de interés, entusiasmo o motivación por algo. Se caracteriza por una actitud de indiferencia o pasividad ante las cosas que normalmente deberían generar emoción o preocupación. La etimología de la palabra proviene del griego «apatheia», que se compone de «a» (sin) y «pathos» (sentimiento, emoción); y sí, me describe en este momento a la perfección.
Busco en la red qué puede ser causa de la apatía, porque no veo nada en mí que pudiera ser causa de ella, y encuentro la siguiente lista:

Depresión
Estrés
Aburrimiento
Agotamiento
Falta de sueño
Trastornos de la personalidad

Me analizo y veo que podría señalar los siguientes puntos: Depresión (no), estrés (no), aburrimiento (algo), agotamiento (no) falta de sueño (sí) trastornos de la personalidad (no). Yo, de manera personal, agregaría algo ajeno a mí pero que sé que viene a acrecentar este malestar: día gris (sí).
Veo, entonces, que tal vez el tema no sea para tanto; quizás con una noche de buen sueño y algo para entretenerme pueda salir de este estado anímico.

Como siempre, trabajar en uno mismo puede ser la respuesta, aunque ello implique remar en un mar de gelatina. Hay que hacer un esfuerzo mayúsculo, porque esa frígida dama de nombre griego está allí, sentada en la popa del bote diciendo de manera constante «¿Para qué te esfuerzas? No vale la pena». Y yo me digo (porque no es a ella a quien van dirigidas esas palabras, sino a mí mismo y a nadie más que a mí mismo): «Hazlo. Paso a paso, pero hazlo. Remar, en estas circunstancias, es el único modo que tienes para volver a casa».
Y por Dios que voy a volver.

De qué hablamos cuando hablamos de Carver

En 1988, Raymond Carver, muere a los cincuenta años. Diez años después de su muerte, D. T. Max, un periodista de The New York Time Magazine, decide investigar un rumor que circulaba desde hacía años: que los cuentos de Carver estaban escritos en verdad por su editor, Gordon Lish.
Para la investigación viaja a Bloomington, en Indiana, a una biblioteca a la que Lish le había vendido la correspondencia y los originales de Carver escritos a máquina con todas las correcciones.

Página de Raymond Carver con correcciones autógrafas.


Revisando los documentos, Max nota que debajo de las correcciones aún se puede ver el texto original. Así descubre que en «De qué hablamos cuando hablamos de amor» Lish redujo el número de cuentos, cortó a la mitad el número de palabras, suprimió personajes, cambió títulos y reescribió los finales de 10 de los 13 cuentos del libro. Incluso, originalmente el nombre del libro no era ese, sino «Principiantes».
Tras la revelación de Max se produjo un escándalo. Mucha gente tildó de traidor a Lish, mientras que otros le agradecieron haber «inventado el estilo Carver».
En una entrevista en 2015 para The Guardian, Lish aseguró que si él no hubiese editado a Carver, nadie le habría prestado atención.
Es difícil saber cuánto influyó Lish en Carver. Lo cierto es que el escritor decidió alejarse del editor y, en 1983, publicó «Catedral»; y en 1988, «Tres rosas amarillas», dos de sus mejores libros.
En 2009 la editorial Anagrama publicó «Principiantes», la versión original de «De qué hablamos cuando hablamos de amor» sin los cambios de Lish.

El idiota

En algún lado, no recuerdo en dónde, Julio Cortázar cuenta la ocasión en que, llegando a un congreso de escritores en Nicaragua, un amigo lo recibió con los brazos abiertos y este poco usual saludo: “Ah, ¡por fin llegó el idiota!”. Sorprendido, Cortázar le pidió explicaciones, a lo que el susodicho amigo le respondió: “es que nadie se parece más al príncipe Mishkin que usted, que es tan bueno, tan generoso, tan ingenuo, tan confiado en la buena fe de las personas. Es decir, tan idiota”. Este amigo bien pudo ser uno de los muchos personajes de la novela de Dostoievski que ven, en las más nobles cualidades del protagonista de la novela, los defectos propios de un anormal, de alguien que, en definitiva, no encaja en un mundo donde lo normal es todo lo contrario: la hipocresía, el cinismo, la ruindad, la lujuria desmedida, la pura maldad como moneda corriente. Casi una descripción de nosotros mismos, como si se refiriera a nosotros. Si algo hay de sorprendente en «El idiota», es la perfección con que cada uno de estos caracteres o conductas son plasmadas en cada uno de los inolvidables personajes (inolvidables por excelsos como por ruines) que la pueblan. Esta novela está tan bien lograda, tan bien escrita (hay escenas que resultan imperecederas para sus lectores), que creo que está por encima de «Crimen y castigo» y de «Los hermanos Karamázov», es superior a ellas; en definitiva, la mejor novela de Dostoievski. Su verdadera obra maestra. Comparable solo al Quijote por esa maravillosa galería de personajes que ambas novelas exhiben, lo cual es decir mucho ya de ella. Lo que, por cierto, me lleva a insistir en leerla en una buena traducción; es decir, en una directa del ruso –como la de PenguinLibrosUS, por ejemplo, o la de Albaeditorial– y no de las traducciones vertidas de las versiones francesa o inglesa, que traslada al español giros propios de esos idiomas. Dostoievski escribía larguísimas frases –que se observan con mayor detenimiento en «Los hermanos Karamázov»– que la puntuación vertida del francés o el inglés cambian casi irrespetuosamente. ¿Una pista para identificarlas? Es muy fácil: desconfíen de las ediciones que llevan por título «El príncipe idiota».

Nota: el texto precedente no es de mi autoría, pero en mi libreta de notas no figura el nombre del autor; así que sea hecha la salvedad del caso (hay dos o tres textos más en las mismas condiciones, qué se le va a hacer…).

Botticelli, Ghirlandao y un humilde servidor

Parece que en su época Simonetta Vespucci era tan hermosa y fascinante que la apodaron «Sin comparación».
Aunque estaba casada, Giuliano de Medici, el hermano menor de Lorenzo el Magnífico, también quedó impresionado por ella y, tras su muerte, Giuliano ya no pudo amar a ninguna otra mujer.

Sandro Botticelli estaba tan obsesionado con su belleza que la eligió como su musa y la pintó en numerosas ocasiones, las cuales  se han convertido en obras maestras inmortales del arte como «Primavera» y «El nacimiento de Venus», donde se la representa como Venus emergiendo de las aguas.

Simonetta Vespucci murió trágicamente de tuberculosis en 1476, con solo 23 años, dejando un vacío en los corazones de quienes la habían amado.
Para honrar su memoria, Lorenzo el Magnífico escribió un soneto en el que la define como «Oh, estrella clara que con tus rayos / quitas la luz a las estrellas cercanas…»

Su cabello rubio, sus ojos claros y magnéticos, sus rasgos angelicales, permanecen inmortales gracias al genio de Botticelli.

Hasta aquí, la breve historia de Simonetta, la cual podría acabar en este punto; pero no, quiero seguir un poco más adelante porque, por pura casualidad (hermoso encuentro entre el arte y el azar), unos días antes me había encontrado con esta otra obra, el retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandao.

En él vemos la simple y delicada belleza de Giovanna, y detrás de ella, un libro y una nota, con un epigrama de Marcial. Curioso como siempre, (creo que esto por lo que estoy pasando no va a quitarme esta faceta mía) quise saber lo que allí decía, y encontré que este epigrama dice así:

«Arte, ojalá pudieras representar el carácter y el espíritu. No habría sobre la tierra imagen más bella».

Este epigrama es parte de uno más extenso, el cual dice:

«¡Oh, si el arte pudiera plasmar los modales y el alma,
como era, y si el marfil se hubiera dejado moldear por mi mano!
Ni Praxiteles, ni Fidias me habrían superado,
ni Mirón, ni Policleto, ni ningún otro marfileño».

En este epigrama, Marcial expresa su deseo de que el arte pudiera capturar no solo la apariencia física de una persona, sino también su carácter y su alma. Si esto fuera posible, dice, él mismo sería un escultor aún más grande que los maestros griegos Praxiteles, Fidias, Mirón y Policleto. Y eso es lo que quisiera yo, eso es lo que humildemente quisiera pedirle a las musas, a la fortuna o a quien maneje los hilos de la creación y de la estética: poder algún día acceder a ese estado en el que pudiera plasmar los modales y el alma de mi Lourdes, quien todo merece (y un poco más). Botticelli lo vio en Simonetta, Ghirlandao en Giovanna ¿Por qué no podría ser yo uno más en la lista de hombres que no llegan a expresar todo lo que quisieran decir? Por supuesto que no me comparo con los artistas renacentistas en lo tocante a su arte, pero sí lo hago en mi sentimiento de incapacidad para llegar a ciertas alturas.

Tendré que vivir con ello. Por suerte, a Lourdes no le molesta que yo sea tan torpe. Qué bueno, así podré vivir con ella, a pesar de todo.

Posiciones antagónicas

Dijo Elena Garro: «El amor no existe. Existe sólo un mundo que trabaja, que va, que viene, que gana dinero, que usa reloj, que cuenta los minutos y los centavos y acaba podrido en un agujero, con un piedra encima que lleva el nombre del desdichado». Pero de inmediato por la ventana entra William Burroughs y sentencia: «No hay nada. No hay sabiduría final ni experiencia reveladora; ninguna jodida cosa. No hay Santo Grial. No hay Satori definitivo ni solución final. Sólo conflicto. La única cosa que puede resolver este conflicto es el amor. Amor Puro. Lo que yo siento ahora y sentí siempre por mis gatos. ¿Amor? ¿Qué es eso? El calmante más natural para el dolor que existe. Amor».

¿Qué hacemos ante la dicotomía? Podemos tomar un camino o el otro o, mejor aún, podemos crear el nuestro. Por mi parte, pesimista irredento, no creo en la bondad del mundo, pero creo que al final de la jornada, cuando la noche cae y el silencio se adueña del mundo, no hay nada como la compañía de una piel amada para expulsar a todos los fantasmas. No es verdad que el amor no existe, como dice Garro; el amor es un acto, una acción, una práctica. El amor no existe si eres imbécil o incapaz, pero si te pierdes en él y aprendes un par de cosas, pues sí, ahí está, frente a ti, resplandeciente como ninguna otra cosa. Burroughs lo entendió (el viejo beatnik sorprendió a más de uno aquí): a pesar de todo lo malo que nos rodea —¡O tal vez por eso mismo!— el amor es algo que tenemos que crear (si no existe) o aprender a alimentar (si existe independientemente de nosotros).

Y hablo del amor como sentimiento a un ser y del amor como sentimiento abarcador, amplio, general. El amor a nuestra pareja y el amor a todos y a todo lo demás. He dicho aquí incontables veces que las dos únicas cosas que valen la pena en esta vida es el (amor al) conocimiento y el amor en sí. Para mí Borges, Mozart, viajar, pasear por cualquier calle de cualquier ciudad, un bosque, Schopenhauer, la llanura pampeana, el mar, Gustav Klimt, la matemática (que no entiendo del todo), la lluvia, el jazz, son algunos de los que forman parte del primer grupo. El segundo lo ocupa Lourdes, por completo. Es por eso que, al apagar la luz al llegar la noche, si siento su respiración a mi lado, sé que todo estará bien y que el día ha valido la pena. A pesar de todo.

Posiciones antagónicas

Dijo Elena Garro: «El amor no existe. Existe sólo un mundo que trabaja, que va, que viene, que gana dinero, que usa reloj, que cuenta los minutos y los centavos y acaba podrido en un agujero, con un piedra encima que lleva el nombre del desdichado». Pero de inmediato por la ventana entra William Burroughs y sentencia: «No hay nada. No hay sabiduría final ni experiencia reveladora; ninguna jodida cosa. No hay Santo Grial. No hay Satori definitivo ni solución final. Sólo conflicto. La única cosa que puede resolver este conflicto es el amor. Amor Puro. Lo que yo siento ahora y sentí siempre por mis gatos. ¿Amor? ¿Qué es eso? El calmante más natural para el dolor que existe. Amor».

¿Qué hacemos ante la dicotomía? Podemos tomar un camino o el otro o, mejor aún, podemos crear el nuestro. Por mi parte, pesimista irredento, no creo en la bondad del mundo, pero creo que al final de la jornada, cuando la noche cae y el silencio se adueña del mundo, no hay nada como la compañía de una piel amada para expulsar a todos los fantasmas. No es verdad que el amor no existe, como dice Garro; el amor es un acto, una acción, una práctica. El amor no existe si eres imbécil o incapaz, pero si te pierdes en él y aprendes un par de cosas, pues sí, ahí está, frente a ti, resplandeciente como ninguna otra cosa. Burroughs lo entendió (el viejo beatnik sorprendió a más de uno aquí): a pesar de todo lo malo que nos rodea —¡O tal vez por eso mismo!— el amor es algo que tenemos que crear (si no existe) o aprender a alimentar (si existe independientemente de nosotros).

Y hablo del amor como sentimiento a un ser y del amor como sentimiento abarcador, amplio, general. El amor a nuestra pareja y el amor a todos y a todo lo demás. He dicho aquí incontables veces que las dos únicas cosas que valen la pena en esta vida es el (amor al) conocimiento y el amor en sí. Para mí Borges, Mozart, viajar, pasear por cualquier calle de cualquier ciudad, un bosque, Schopenhauer, la llanura pampeana, el mar, Gustav Klimt, la matemática (que no entiendo del todo), la lluvia, el jazz, son algunos de los que forman parte del primer grupo. El segundo lo ocupa Lourdes, por completo. Es por eso que, al apagar la luz al llegar la noche, si siento su respiración a mi lado, sé que todo estará bien y que el día ha valido la pena. A pesar de todo.

Donde bebe el caballo

«Bebe agua donde bebe el caballo.
Un caballo nunca tomará agua mala.
Tiende tu cama donde duerme el gato, descansarás plácidamente.
Come la fruta que ha sido tocada por una lombriz, es la mas sana.
Sin miedo recoge los hongos donde se posan los insectos, no hay veneno allí.
Planta un árbol donde el topo escarba, esa es tierra fértil.
Construye una casa donde las víboras toman el sol, el hielo no llegará.
Cava un pozo donde los pájaros se esconden del calor, encontrarás agua.
Ve a dormir y levántate al mismo tiempo que las aves, cosecharás los granos de oro de la vida.
Come más verde, tendrás piernas fuertes y un corazón resistente, como el alma de los árboles.
Mira al cielo más seguido y habla menos, para que el silencio pueda entrar a tu corazón, tu espíritu esté en calma y tu vida se llene de paz»

San Seraphim de Sarov
Monje y místico ruso, 1754-1833.

Encontré este breve texto (tal vez un poema, es difícil saberlo) y, mientras medito sobre qué escribir y sobre lo que no, lo comparto porque, en su sencillez, veo reflejado en este momento el que yo soy hoy (faltaría, ahora, un texto surrealista para reflejar el estado de confusión; pero por ahora, dejémoslo así).

Bravata

<<Si quemo mis alas por volar demasiado cerca del sol, si el momento de gloria termina antes de comenzar, si mis sueños perduran, aunque todo lo demás esté perdido; pagaré el precio, sin importar lo que cueste>>.

Acabo de parafrasear a un autor, porque lo que dice me es necesario. A veces, encontrar ciertas palabras nos es difícil, no porque no las hallemos –en casos como este puedo asegurar de que brotan con demasiada rapidez–, sino porque hay cosas que deben decirse con cautela, o sugerirse, u obviarlas. Es entonces que es mejor recurrir al autor o al poeta, quienes ya han dicho todo, o casi todo, mejor que uno.

<<Cuando el polvo de la batalla se haya disipado, y la victoria me sea negada; cuando me encuentre con una montaña demasiado alta, o un río demasiado ancho; si mi orgullo puede permanecer intacto, aunque el paraíso se haya perdido; yo pagaré el precio, sin importar lo que cueste>>.

A lo largo de los años que llevo escribiendo aquí, he mantenido un discurso, una postura, una actitud, de fuerza intelectual, de firmeza ética, de inquebrantable espíritu de lucha. Ahora tuve la oportunidad de poner a prueba si eso eran solo por palabras o algo más. Y puedo ver, con cierto orgullo, que lo mío no fue solo una manera de expresarme; sino, también, de ser. En las profundidades de la adversidad o del caprichoso destino, mantuve –no sin los vaivenes propios de un hombre, por supuesto– lo que tanto tiempo sostuve con palabras. ¿Temí? Por supuesto. ¿Caí? Que nadie lo dude. ¿Lloré? Lo hice, sin vergüenza alguna. Pero vencí a cada uno de esos obstáculos y varios otros –mucho más duros aún, y que callaré en este sitio– y me sobrepuse a ellos.
La vida, con todas sus pruebas y tribulaciones, es un constante campo de batalla donde el alma humana se eleva o se desmorona. Siempre mantuve (aquí y en mi vida privada) que un hombre debe elegir la primera de esas opciones; y ahora, que el discurso dió paso a la praxis, probé que no estoy hecho solo de  palabras.

<<Y si la música cesa, y solo queda el sonido de la lluvia; y si se pierde toda la esperanza y la gloria; y si todo el sacrificio es en vano… pero si el amor perdura, aunque todo lo demás esté perdido; yo pagaré el precio, sin importar lo que cueste>>.

Bueno, por supuesto; pongamos las cosas en su lugar y en su justa medida. Cuando el golpe llegó, tuve que soportarlo, pero de inmediato me vi rodeado por muchísima gente que me sostuvo, me apuntaló, me ayudó a ponerme de pie (y lo siguen haciendo): mis hermanos, sobrinos, hijos, amigos; todos estuvieron allí, cada uno en su medida o según sus posibilidades, pero allí, sin faltar ninguno. Y, sobre todos ellos, Lourdes, como siempre (todos me quieren demasiado y no se van a enojar porque la pongo a ella en este lugar. Saben bien que esto no es una competencia; pero también saben que las cosas son como son). Lourdes, quien cuando la conocí se presentó (porque así lo creía ella sinceramente) como alguien temeroso y no muy valiente, demostró y se demostró a sí misma que es increíblemente fuerte y valerosa. Hizo cosas que jamás se hubiera atrevido a hacer. Se enfrentó a alguno de sus peores temores y salió victoriosa. Y sigue luchando y soñando porque esa es su esencia: una mujer que sueña (y mucho), pero que cuando pone los pies sobre la tierra hace temblar a más de cuatro si le entorpecen el camino. Ella, sobre todo, fue y es, mi sostén, mi puntal, mi fundamento.

Esta es una pequeña nota de agradecimiento a todos (ellos ya saben a quiénes me refiero) y un recordatorio para mí: ten cuidado con lo que dices, la vida puede poner a prueba tus palabras.
Por el momento, creo que a esta en particular, la estoy pasando bastante bien (con ayuda, sí); y con respecto a mis palabras, bueno, de puro terco nomás, seguramente seguirán siendo las mismas.